domingo, 19 de marzo de 2017

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ALICE 
          
  ¿Cuánto tiempo tarda la vejez en hacerte ver que tus días están contados? ¿En hacerte aceptar que lo que antes ascendía a una velocidad perezosa, ahora desciende peligrosa y vertiginosamente hacia el fin absoluto? ¿Que tu cuerpo, antes ágil y fibroso, se ha convertido en una masa de carne arrugada y descolgada, que incluso puede llegar a crear aversión en los demás?
  Bruce Compton hacía tiempo que había superado esa etapa. Era, por decirlo de algún modo, como si sintiese el suave roce de la horca sobre su piel desde el día en que murió Alice, su esposa. No le daba miedo pensar que algún día apretaría tanto el lazo que le sería imposible respirar, o que incluso le partiría el cuello con tanta facilidad como un cascanueces aplasta la cáscara de una nuez. Eso ahora era lo de menos. Tenía algo mucho más importante en lo que pensar. Algo que lo despertaba cada noche cubierto de un sudor pegajoso y entre alaridos de terror.
            Una pesadilla que se repetía día tras día desde la muerte de Alice.