jueves, 31 de agosto de 2017

Esta noche de insomnio me he propuesto escribir un relato de terror de 1000 palabras aproximadamente, y éste ha sido el resultado. Espero que lo disfrutes.

LA DECISIÓN

   Cuando abrió los ojos se sintió desconcertado, como si un bate de beisbol hubiese golpeado con fuerza su nuca. Se hallaba tumbado sobre un suelo de piedras desportilladas que se le clavaban en la carne. Se incorporó con pesadez y, desorientado, paseó la mirada por las cuatro paredes de bloques de cemento que lo confinaban. Su corazón comenzó a latir con afán y el terror cobró vida en su estómago como si se hubiese tragado un nido de arañas.
  Aquella pequeña habitación no era muy amplia, y cuando golpeó con puño tembloroso sus muros pudo corroborar su extraordinaria solidez. No había ningún foco de luz, y sin embargo, el habitáculo permanecía iluminado por una tenue luz rojiza proveniente de ningún lugar, análogo a un cuarto de revelado de fotos.
   La evidente pregunta no tardó en aflorar en su mente: ¿dónde estaba?, lo que desembocó irremediablemente en otras preguntas de mayor índole: ¿Había sido secuestrado? ¿Quién podría hacerle algo así? ¿Qué querrían de él?
   Él.
   ¿Quién era él? Aterrorizado, intentó recordar su nombre, a qué se dedicaba, quién era en realidad. Sus esfuerzos fueron en vano porque en su mente no halló más que vacío, como si alguien hubiese pasado sus recuerdos por una trituradora. Asediado por la desesperación, gritó pidiendo ayuda hasta que su voz se quebró, cargó con su hombro contra los muros, buscó algún lugar por donde escapar, una grieta, lo que fuera, porque ahora había caído en la cuenta: allí no había puertas, ni ventanas. ¿Por dónde lo habían metido?, se preguntó tratando de contener las lágrimas. Examinó el suelo de piedras con la esperanza de encontrar oculta una trampilla. Palpó el terreno, cada centímetro, pero aquellas piedras parecían estar soldadas unas con otras imposibilitando la existencia de una entrada camuflada. Alzó la mirada al techo. De un simple vistazo pudo ver que era una continuidad de los muros, exento de hendiduras de las que se pudiera intuir que allí arriba había disimulada una entrada.
   Dándose por vencido se sentó abatido, y dominado por el terror, trató de comprender la naturaleza de aquella prisión. Su intelecto no halló ninguna explicación, y entonces fue cuando sus ojos se abrieron como platos al caer en la cuenta de que el único lugar donde las cosas ocurren sin lógica alguna es en los sueños.
   ¡Claro! ¡Debía estar soñando!
   Pensó que ahora que lo había descubierto debía despertar, sin embargo no lo lograba. Se le ocurrió que quizá debiera ser más contundente. Sin perder más tiempo se retorció la carne del brazo hasta que el dolor fue insoportable. Gritó, y creyó que sería suficiente, pero no despertó, no pudo. La desesperación, que hasta ahora había permanecido agazapada en algún pliegue de su cerebro, cobró de nuevo protagonismo. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si no era un sueño? Pensó en la contundencia, en la auténtica contundencia, su última esperanza. Se levantó, corrió decidido hacia el muro y estampó su cabeza en él. La punzada de dolor y la terrible campanada que tañó en su cráneo lo dejó aturdido. Sintió un hilo de sangre correr por su frente y, dando un par de pasos hacia atrás, se desplomó contra el suelo.
...
   Cuando despertó y asimiló lo que había ocurrido, se retorció de angustia al descubrir que seguía confinado entre aquellas cuatro paredes, con la diferencia de que ahora tenía una brecha en su frente. Sin embargo, algo había cambiado allí dentro, algo realmente significativo, así que trató de recobrar la calma en la medida de lo posible.
   Las miró con recelo, temiendo que fuesen un espejismo.
  En una de las paredes habían aparecido tres puertas, de madera vieja, una de ellas estaba ennegrecida por la humedad. Daban la sensación de palpitar como un corazón moribundo. Pero lo más inquietante no eran las tres puertas, sino el letrero que había sobre cada una de ellas. El primero rezaba asfixiado, el segundo calcinado y el tercero desmembrado.
   Esbozó una sonrisa que pareció más una triste mueca. Ahora lo entendía, como no, aquello debía de ser una broma, una broma de muy mal gusto. Alguien las debió poner allí mientras estaba inconsciente. Al parecer, el propósito era averiguar qué tipo de muerte preferiría. Bien, mientras no hubiese peligro y mientras lo sacasen de allí, no le importaba jugar.
   Sopesó las tres opciones con aire pensativo. Aunque no recordaba quién era, un terror irracional pululaba por su mente a morir asfixiado. No sabía por qué, pero pensar en la falta de aire en sus pulmones le produjo un escalofrío. En cuanto a morir desmembrado, supuso que el dolor debía de ser intolerable, además del tiempo que pasaría hasta desangrarse. Por último, consideró morir calcinado. No sabía cómo, pero había oído que morir envuelto en llamas no era tan terrible como aparentaba. Te invadía un dolor intenso, pero solo hasta que las terminaciones nerviosas se abrasaban. A partir de ahí, el dolor desaparecía.
   Se acarició la barbilla en actitud reflexiva. Sí, sin duda creyó que ésa sería la mejor opción, por lo que supuso que solo quedaba cruzar esa puerta y todo acabaría al fin. Incluso podría ser un programa de televisión, pensó. Después de cruzar la puerta, todo serían risas y felicitaciones.
    No dudó. Avanzó hacia la puerta calcinado, giró el pomo y la abrió.  
  Algo tiró de él con una fuerza sobrenatural. Al otro lado, un mar de llamas le esperaba ansiando su carne, sus huesos. La primera oleada de dolor fue indescriptible. Consiguió gritar, pero las llamas se introducían por su boca abrasando sus entrañas. Se retorció en el aire, y puede que las terminaciones nerviosas se calcinaran, pero el insoportable dolor seguía allí, bombardeando su cerebro, que tampoco llegaba nunca a consumirse. La piel se despegó de su cuerpo, su carne se cocinó e incluso pudo llegar a oler el hedor a carne chamuscada. Sin embargo, sus pensamientos se resistían a abandonarle. Si ése era su destino, quería morir, morir ya, dejar de sufrir, por lo más sagrado. Pero la muerte no llegaba. Sintió cómo le ardían los intestinos, cómo se evaporaba su sangre. Y de pronto, los recuerdos acudieron sin más. Evocó aquel edificio de veinte plantas, acceder a los sótanos furtivamente y ocultar una mochila repleta de explosivos. Los recuerdos eran tan nítidos que hasta dolían. Recordó cómo las balas atravesaron su pecho, cuatro, cinco, no sabía el número exacto, pero sí que quemaban, y mucho.
   Y entre llamas, lo que debía haber durado apenas unos segundos, tuvo que soportar exactamente una hora.
   Cuando se cumplió el tiempo, apareció como por arte de magia en la misma prisión, los mismos muros, la misma luz mortecina, y aquellas tres puertas, sublimes, aterradoras. Pero esta vez los letreros habían cambiado. El primero rezaba despellejado, el segundo vaciado y el tercero implosión.
   Ahora ya sabía quién era, y sabía lo que había hecho. Su grito reverberó en las cuatro paredes y se unió a una repentina cacofonía de lamentos cuando comprendió lo que le esperaba por toda la eternidad.


FIN

2 comentarios:

Gracias por tus comentarios