EL MALETÍN
No tardaría en salir.
Claudia, apostada tras los setos que circundaban su jardín, podaba los
rosales con cierta destreza, un tallo marchito por aquí, un ramo enmarañado por
allá.
Corría el mes de marzo, la primavera se aproximaba al comienzo de la
pubertad y el sol destellaba agradablemente en un cielo raso y azul. Claudia
había optado esa mañana por un sombrero de paja de ala ancha, no solo para
protegerse del sol, sino para ocultar su mirada, que estaba más pendiente de la
casa de enfrente que de la poda de los rosales.
El motivo de esa acérrima vigilancia era el elegante y apuesto nuevo vecino
que se había trasladado la semana anterior. Hasta ese punto nada había de
extraordinario ni que llamara la atención, sino un hombre adinerado que había adquirido
una casa de dos plantas, dotada de doscientos cuarenta metros cuadrados
habitables y quinientos de verde parcela.
Lo que realmente había despertado su curiosidad, y había encendido esa
lucecita roja y brillante más propia del cerebro de un gato, no fue la rápida y
nocturna mudanza, pasadas las doce de la madrugada, al igual que en aquella
película donde un vampiro se instalaba en la casa de enfrente aprovechando las
ventajas que le brindaba la noche.
No. Ese hombre no era un vampiro. Lo había visto salir de casa a cualquier
hora, bajo un sol tan intenso en ocasiones que, si lo fuese, lo hubiese
derretido como a una barra de mantequilla.
Tampoco fueron sus escuetos saludos, asintiendo únicamente con la cabeza,
esbozando una cordial sonrisa de falso vecino encantador. Curiosa e
inquietantemente, saludos desprovistos de voz. Mientras cortaba una rosa seca
cayó en la cuenta: ese hombre jamás había hablado, y una especie de araña
invisible trepó por su columna vertebral.
El verdadero motivo había sido el maletín que el hombre siempre portaba
consigo. Un maletín cegador bajo los rayos del sol, probablemente de aluminio.
Tampoco era una razón nada desdeñable que su nuevo vecino siempre fuese
ataviado de punta en blanco, con trajes caros y seguramente confeccionados a
medida, fuese la hora que fuese, hiciese frío o calor, reinase en el cielo el
sol o la luna.
Un camión de reparto pasó frente a su jardín, y cuando lo hubo hecho, la
puerta de la casa de enfrente se abrió. Claudia, con la mirada oculta entre los
setos, soltó un grito ahogado cuando una espina se clavó en su dedo. Sintió un
hilo de sangre deslizarse por él, pero no quiso mirar. Sus ojos seguían los
movimientos de su nuevo vecino, que como venía siendo habitual, iba enfundado
en un traje gris, exento de arrugas, corbata pulcra y de diversos tonos
oscuros. En su mano derecha, como no podía ser de otra forma, asía con fuerza
el maletín.
El hombre cerró la puerta, cruzó el jardín de su parcela y desapareció
caminando con paso decidido calle abajo. Claudia, por un momento, pensó que sus
miradas se habían encontrado, sin embargo, era imposible ya que los frondosos
setos de su jardín hacían la función de un infalible escudo.
Pensativa, dejó las tijeras sobre la tierra y entró en casa para
desinfectarse la herida. La mañana transcurrió sin más contratiempos, y no fue
hasta la tarde cuando vio desde su ventana regresar a su nuevo vecino. La
maleta se mecía al compás de sus brazos, provocadora, desafiante. Oculta tras
la cortina, la duda la asaltó con más fuerza que nunca, como un deseo imposible
de reprimir: ¿qué contenía en su interior? La primera idea que le vino a la
cabeza fue dinero, mucho dinero repartido en gruesos bloques correctamente
ordenados en filas. Luego pensó en documentos e informes de máxima relevancia,
puesto que por su indumentaria quizá fuese un abogado, y cuando su mente se
disponía a barajar otras alternativas, el hombre entró en casa y cerró la
puerta. Un extraño silencio se adueñó de la calle, frío como la brisa que
procede del mar.
…
La llegada del ocaso era inminente. El cielo había adquirido un encantador
tono púrpura, que realzaba el contorno de una inesperada masa nubosa en el
horizonte. Como era de esperar, con la llegada del ocaso vino la llegada de
Álvaro, su marido, contable de una empresa distribuidora de agua embotellada.
No supo por qué, Claudia se sintió más segura ahora que ya no estaba sola
en casa. Era una tontería y fue consciente de ello, pero era un sentimiento que
no podía evadir y que se aferraba a ella como un gato a una cortina.
Llegó el momento de la cena, cuando el reloj marcaba las nueve y diez.
Claudia había preparado sabrosos escalopes rebozados, los favoritos de Álvaro.
También era el momento de abordar el tema del extraño vecino, y debía hacerlo
con precaución, como si fuese una conversación banal.
—Esta mañana he estado podando las rosas, me pinché con una espina, mira.
Claudia le enseñó su dedo envuelto en una tirita como si se tratase de una
cicatriz de guerra.
—Vaya, tienes que llevar cuidado, cariño.
Claudia retiró el dedo y bebió un sorbo de agua con aire distraído.
—¿Sabes? Vi otra vez a ese vecino nuevo salir de casa, y otra vez llevaba
la maleta.
Álvaro dejó los cubiertos sobre el plato.
—¿Ya estás otra vez con el vecino? —dijo armándose de paciencia—. Ya te lo
dije el otro día, no hay nada de extraño en que un hombre lleve una maleta,
puede que sea un médico, o un periodista, yo qué sé. Cielo —añadió con tono
comprensivo, cogiéndole la mano por encima de la mesa—, debes respetar la
intimidad de los demás. Sé que no debe ser fácil estar todo el día encerrada en
casa, te entiendo, créeme. Pero tienes que dejar de hacer eso.
Claudia lo examinó con la mirada. Álvaro decía que la entendía, y de verdad
que agradecía su comprensión, pero no tenía ni idea de lo que era estar
confinada en casa por un diagnóstico de depresión. Los días comenzaban a las
siete de la mañana, y duraban cuarenta y ocho horas más. Por más que lo
intentase, no había suficientes actividades para rellenar tanto hueco vacío.
—No sé Álvaro. Me da mala espina. Algo en mi interior me dice que ese
hombre no esconde nada bueno.
—Bueno, si tanto te preocupa, prepárale una tarta, o lo que sea, y
llévaselo a casa. Estoy convencido de que cuando lo conozcas, cambiarás de
opinión y tú misma te darás cuenta de cuán equivocada estabas.
Claudia, con aire ausente, sopesó el consejo de Álvaro.
—Sí… puede que tengas razón.
…
Esa noche le costó conciliar el sueño, pero finalmente se durmió sin darse
cuenta. Un destello la despertó. Claudia miró la hora en su teléfono móvil.
Eran casi las dos de la madrugada. Álvaro, con la respiración lenta y profunda,
dormía acurrucado en su lado de la cama.
Claudia pensó que el destello lo había producido un coche de policía
patrullando la zona, pero de pronto, una luz brillante se filtró de nuevo por
las lamas de la persiana. Extrañada, se levantó sin hacer ruido y se encaminó a
la habitación contigua para no despertar a Álvaro. Desde allí podía ver sin
obstáculos la casa del vecino de enfrente. Arropada por la oscuridad, apartó
con un dedo la cortina y echó un vistazo. El juego de luces multicolores y
centelleantes que emergía de la ventana en la planta superior le cortó la
respiración por un segundo.
¿Quién demonios era ese tipo? ¿Algún extravagante científico que había
establecido allí su laboratorio? Jamás. Jamás había visto algo semejante.
Se dispuso a despertar a Álvaro para que pudiese verlo con sus propios
ojos, antes de que le acusase de estar perdiendo la cabeza, pero de pronto, el
espectáculo de fuegos artificiales cesó, sumiendo la casa en la oscuridad.
Con el corazón bombeando a marchas forzadas esperó unos minutos, media
hora, albergando la esperanza de que volviese a repetirse, pero ese infernal
abanico de luces oscilantes había dado su última función, al menos por hoy,
pensó.
Cuando a hurtadillas regresó a la cama, ya había tomado una decisión. Solo
quedaba ultimar un intrascendente detalle: si la tarta iba a ser de manzana o
de nueces.
…
Álvaro hacia más de una hora que había desayunado y se había ido a
trabajar. Por un instante sintió envidia de su marido, poder llevar una vida normal,
con horarios, con obligaciones, pero cuando sonó el timbre del horno ese
pensamiento se desvaneció y un espasmódico hormigueo corrió por su estómago.
Abrió la puerta del horno y, con la mano enfundada en un guante, sacó la
humeante tarta y la depositó sobre la mesa.
Finalmente había sido de manzanas, mucho más digestivas.
Hasta el momento el hombre no había abandonado la casa. Lo sabía a ciencia
cierta porque, mientras se horneaba la tarta, no había dejado de vigilar. Si se
daba prisa, todavía podría encontrarlo en casa. Porque no, ese hombre no tenía
horarios fijos, lo había comprobado durante una semana entera. Salía y entraba
cuando le apetecía, como si no tuviese que rendirle cuentas a nadie.
Mientras la dejaba enfriar, subió a la planta superior, y sin apartar la
mirada de la ventana, decidió ponerse guapa, elegir un vestido primaveral, no
muy atrevido pero tampoco demasiado puritano, y aplicarse una sutil capa de
maquillaje, pero sin parecer una muñeca de feria.
¿Cuánto tiempo hacía que no se sentía así? Sí, la sensación era novedosa.
Se sentía bien consigo misma, se sentía… viva.
La situación la llevó a un pensamiento que, quizá, fuese el comienzo de una
recuperación. Álvaro no la hacía sentir así. No se lo echaba en cara porque
tenía que trabajar, pero siempre estaba sola en casa, y las pocas horas que
pasaban juntos se sentía extenuado. Puede que su mal radicase en él, puede que
la apatía matrimonial le hubiese cercenado los sentimientos, puede que…
Basta ya.
Sus pensamientos no iban mal encaminados, pero ahora no tenía tiempo para
ellos. Eligió un vestido de tonos verdes y amarillos, escotado pero discreto,
que dejaba intuir el contorno de sus pechos. Sus piernas asomaban por la falda,
y le parecieron bonitas, con un brillo especial. La primavera obra milagros,
pensó. Se cepilló el cabello, se pintó los labios de rojo carmesí y se perfiló
el contorno de los ojos. Rápido y suficiente, ya que no quería perder de vista
la ventana por mucho tiempo.
Estaba lista. Bajó las escaleras, se dirigió a la cocina y sostuvo la tarta
entre sus manos. Ahora estaba a la temperatura ideal, y desprendía un aroma que
invitaba, al menos, a ser degustada.
La observó con atención, esgrimiendo una media sonrisa. Aquello no era una
tarta, era una llave, una llave para averiguar qué contenía ese maletín.
…
La puerta de la cancela estaba abierta. Cruzó el jardín y llamó a la
puerta. Mientras esperaba alzó la mirada al cielo. El sol se dejaba entrever
por las esporádicas nubes que salpicaban el cielo. Sentía su corazón acelerado,
como si en lo más hondo de su mente supiese que lo que estaba haciendo era
llegar demasiado lejos, pero una ligera brisa abrió una grieta entre las ramas
de los árboles y los rayos del sol cayeron sobre su espalda, produciéndole una
agradable sensación que mitigó ese extraño sentimiento de no estar haciendo lo
correcto, de ahondar demasiado en la privacidad ajena.
Escuchó unos ruidos al otro lado de la puerta. Luego la mirilla se
oscureció. Ahora su corazón latía con más fuerza. Trató de sonreír.
El hombre pareció dudar, esa fue su impresión, pero de pronto los cerrojos
se descorrieron, la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Se
preguntó qué voz tendría.
—¿Qué desea?
El hombre, ataviado con su inconfundible traje gris (Claudia se preguntó si
siempre sería el mismo, porque eso fue exactamente lo que le pareció) habló con
tono grave, imponente, que a Claudia se le antojó incluso seductor. Lo más
relevante de todo, por lo que vio en cuanto su mirada se deslizó sutilmente
hacia sus manos, fue que no llevaba el maletín consigo.
—Buenos días, yo… disculpe que le moleste, soy la vecina de enfrente —dijo
con voz titubeante, girándose y señalando su casa. Por un momento le pareció
curioso. Desde allí podía ver su casa con la misma perspectiva que veía la del
vecino, y por otro momento se preguntó si él también sentía excesiva curiosidad
por ella—. Deberá disculparme por ser tan grosera, pero todavía no había tenido
oportunidad de presentarme formalmente. Mi nombre es Claudia, y para darle la
bienvenida le he preparado esta tarta. —Claudia sonrió, y la consideró una
sonrisa sincera. —Es de manzana, espero que le guste.
El hombre bajó la mirada hacia la tarta, volvió a mirarla fijamente y
sonrió. Claudia, al ver sus ojos, pudo contemplar una profundidad sin fin, como
un abismo hacia la oscuridad más profunda. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue
su sonrisa. Lo había considerado un hombre atractivo, de rasgos angulosos y
porte varonil, pero esa sonrisa modificó su rostro de una forma que le pareció
antinatural, como si una mano dentro de su cara moldease costosamente sus
facciones.
—Vaya, gracias —dijo, y se hizo a un lado franqueándole el paso—. Disculpe mis
malos modales, pero no estoy acostumbrado a recibir visitas. Pase usted, por
favor, y probemos juntos un poco de esa tarta. Es lo menos que puedo hacer.
Claudia sintió cómo una voz en su interior le gritaba que huyese de allí,
aunque no sabía el motivo. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde para
recular. Había querido llegar hasta el final, y así iba a suceder, además, la
curiosidad era una razón de peso, mucho más poderosa que la súbita sensación de
peligro que la había embargado.
Claudia entró al interior de la vivienda y el hombre cerró la puerta.
Claudia se quedó absorta cuando, examinando con la mirada cada rincón, observó
que la casa estaba vacía, excepto una mesa y cuatro sillas dispuestas en el
centro del salón.
—Tendrá que perdonarme —se excusó el hombre—, pero todavía no he tenido tiempo
de completar la mudanza.
—Oh, no se preocupe, está bien, muy bien. Los traslados siempre son
embarazosos.
—Sí, son… odiosos.
El hombre la escrutó con cierta solemnidad. Una nube se cruzó en el camino
del sol y, de pronto, el salón se oscureció. Claudia pensó que la luz
reviviría, que era una nube de paso, en cambio, se escuchó un trueno romper en
la lejanía. De pronto, fue como si la depresión que sufría resurgiese de entre
las sombras y la abrazase para no soltarla jamás. Sintió cómo perdía la seguridad
en sí misma, y cuando vio la figura del hombre, envuelta en sombras que
ocultaban su rostro, excepto esa mirada indagadora como dos discos luminosos en
la noche, también sintió terror, una especie de fríos dedos que reptaban por
sus vértebras hasta erizarle el fino vello de su nuca.
—Parece… —. Claudia tragó saliva y volvió a empezar. —Parece que se avecina
una tormenta.
—Sí, eso parece —corroboró el hombre—. Las tormentas me resultan
fascinantes, son algo… —El hombre calló, como si hubiese estado a punto de
confesar un terrible secreto, y siguió con su papel de anfitrión. —Si no le
importa, voy a preparar café. Estoy seguro de que le apetecerá una buena taza
caliente.
—Sí, por favor.
…
Claudia se quedó a solas en el desierto salón. Ahora su corazón parecía un
tren de mercancías a punto de descarrilar. El maletín no estaba en el salón, y
pensó que lo más lógico fuese que estuviese en su dormitorio. Su mente fue
atravesada por multitud de flechas con punta de ideas, sin embargo, las más
abundantes eran las que concernían al maletín, al contenido de ese maletín. Las
luces que vio por la ventana durante la noche se habían convertido en algo
secundario, en algo de lo que podía prescindir.
Escuchó al hombre trastear en la
cocina. Disponía de muy poco tiempo. Sintió la adrenalina correr por su cuerpo.
Sus ojos rotaron en sus órbitas examinando la casa. Al otro extremo del salón estaban
las escaleras, de madera vieja, muy parecidas a las suyas.
Cada segundo que dudaba, era un segundo perdido.
Tenía que ser rápida.
Extremadamente rápida.
Sin darse cuenta, se vio corriendo hacia las escaleras, casi de puntillas,
tratando de ser sigilosa. Subió los escalones de dos en dos, aferrándose a la
barandilla, clavando las uñas en la madera. Cuando llegó arriba, dos pasillos
se abrían paso ante ella, uno hacia la izquierda, otro hacia la derecha. Eligió
el de la izquierda. Con excesiva prisa, fue abriendo todas las puertas que
encontró a su paso.
Una habitación vacía.
Un cuarto de baño desaseado.
Otra habitación vacía.
¿Dónde dormía ese hombre, por Dios?
Regresó sobre sus pasos y escuchó cómo la cafetera comenzaba a traquetear.
Se enfrentó al segundo pasillo, y al abrir la primera puerta a su izquierda
lo vio.
Por la amplitud de la habitación debía de ser el dormitorio principal, pero
allí no había camas, ni mesitas de noche. Solo armarios cerrados de madera que
cubrían todas las paredes (en un pensamiento fugaz, dedujo que esos muebles
fueron los únicos que transportó el camión de mudanzas), y en el centro del
dormitorio, una pequeña mesita de madera, vieja y astillada. Sobre ella
descansaba el maletín.
¡El maletín!
Claudia, con la respiración agitada, sonrió, una sonrisa que le confería a
su rostro un ligero deje a locura. Ahora ya no sentía terror, ni desenfrenada
angustia, solo excitación y una curiosidad que se desbordaba por todo su ser.
El hombre no tardaría en volver al salón y descubrir que se había ido, así
que si quería saber lo que se hallaba en su interior debía abrirlo ahora. ¡Ya!
Decidida, Claudia dio un paso hacia el maletín cuando, sorpresivamente, los
armarios que lo circundaban comenzaron a temblar, como una gran caja que
contiene un animal de considerable tamaño. Las maderas crujieron, como si
fueran a desmontarse de un momento a otro y liberar así lo que encarcelaban.
Desconcertada, pero sobre todo aterrada, se detuvo. ¿Qué… diablos… había en
esos armarios? ¿Tendría gente encerrada allí? Su cuerpo se estremeció y tuvo
que ahogar un grito cuando los armarios se agitaron con más fuerza.
¿Quién era ese hombre? ¿Se había metido en casa de un psicópata cuya depravada
diversión era encerrar a personas en los armarios?
Se dirigió temblorosa hacia uno de ellos, el que quedaba frente a la
ventana. El sudor corría por su frente, lo sintió caliente, pegajoso. Sujetó
ambos tiradores con las manos, y con el corazón a punto de estallar en su
pecho, hizo acopio de valor y tiró de las puertas con fuerza.
El contenido del armario se mostró ante ella.
Confundida, su mandíbula se desencajó y sus ojos se abrieron como platos.
Subió la mirada lentamente y fue bajándola hasta llegar al suelo. Allí dentro
no había ninguna persona atada de pies y manos. Solo ocho baldas (las contó una
por una) repletas de decenas de maletines, dispuestos verticalmente unos junto
a otros, como si se tratase de una librería.
Claudia dio un paso atrás, en el preciso instante en que alguno de ellos,
no todos, se agitaba como si algo vivo estuviera confinado en su interior.
Invadida por un terror viscoso y lacerante, se desplazó hacia el armario
contiguo y lo abrió de golpe. Ante ella se descubrió la misma imagen: decenas
de maletines, brillantes, vibrantes. Con la mente desquiciada, abrió el
siguiente, en el que apareció la misma fotografía, y por fin, el último. Los
maletines se estremecieron, como si estuviesen vivos, como si soportaran un
dolor inimaginable.
Claudia giró sobre sí misma, muy despacio, con la mente al borde del
colapso. A su alrededor podría contar cientos de maletines, idénticos, cortados
por el mismo patrón. Y entonces lo escuchó, un sonido sordo, vibrante. El
maletín principal, el que siempre había visto en manos de aquel hombre, quedaba
a su espalda, sobre la mesa. Aterrada, giró su cuerpo hacia él y de pronto éste
se estremeció, como si algo vivo estuviese dentro, llamándola, invitándola a
abrirlo. Claudia sintió una lágrima deslizarse por su mejilla. Ya no escuchaba
ruidos en la planta inferior, ni percibía el aroma a café que ascendía por la
escalera. Eso era ya un hecho intrascendente. Lo único que importaba era aquel
maletín, saciar su curiosidad, darle un sentido a la locura en la que se había
sumergido.
Se acercó a él, apenas sostenida por sus piernas, y examinó los dos
cierres, uno a cada extremo. De pronto, supo que ya nunca saldría de esa casa, que
nunca más vería a Álvaro, que estaba asistiendo a sus últimos segundos de vida.
Quizá, con no abrirlo podría salvarse, quizá, pero la curiosidad era ahora un
ente con vida propia, un ente que la dominaba, capaz de intercambiar su vida
por saber qué contenía ese maletín.
Sujetó ambos cierres y abrió el mecanismo, produciéndose un ligero clic.
Contó hasta tres, respiró hondo y se dispuso a abrir la tapa del maletín.
…
Una fuente de luz brotó del maletín dibujando enrevesadas espirales,
fogonazos de colores que tan pronto nacían, morían de nuevo. Su brillo era tan
intenso y perturbador que Claudia se vio obligada a cerrar los ojos. Un zumbido
como jamás había escuchado se introdujo en sus oídos, molesto pero no doloroso.
La incógnita de los extraños haces de luz que vio la noche anterior había sido
resuelta, pero la gran interrogante, la madre de todas las interrogantes,
todavía estaba por descubrir: ¿qué era eso?
Aun con los ojos cerrados, sentía cómo la luz penetraba por sus párpados.
Trató de abrirlos un poco, lentamente. Sintió miedo de quedarse ciega, de
abrasarse las retinas como si contemplase un eclipse solar, pero debía correr
el riesgo. ¡Por supuesto que debía correr el riesgo!
Abrió los párpados un poco, temerosa. La sangre cabalgaba a la velocidad de
la luz por sus venas, con el peligro de hacerle estallar el corazón. Su agitada
respiración subía y bajaba sus pechos sudorosos. Se sorprendió cuando comprobó
que, aunque la luz era sumamente intensa, no le dañaba los ojos. Entonces,
exiliado el miedo, abrió los ojos ávidos por conocer y miró en el interior del
maletín.
Cuando al fin logró saciar su curiosidad, la fascinación la dejó al borde
la locura. Su mandíbula se desprendió, flácida, y un hilillo de saliva se
escurrió por su barbilla. Allí dentro, en el espacio reducido del maletín, se
hallaba el universo, un universo. En un punto lejano de su mente, que todavía
seguía operativo, recordó todos los maletines que había visto en los armarios y
fue capaz de asociar, en un pensamiento perdido, cada maletín con su propio
universo.
Sus ojos, anegados de lágrimas, contemplaban embelesados e incrédulos el
interior del maletín. En la oscuridad global, todo era minúsculo,
extremadamente diminuto, pero podía apreciar galaxias enteras, millones de
puntos brillantes que no podían ser otra cosa que estrellas, nebulosas como
explosiones, maravillosas, imponentes, de colores vivos.
Claudia al principio no escuchó la voz. Cuando escuchó repetidamente su
nombre, despertó y se giró en la dirección de donde provenía. Allí, bajo el
umbral de la puerta, estaba el hombre, sin embargo, dio un respingo y ahogó un
grito cuando vio que lo que allí había no era un hombre, sino algo… distinto.
Sus rasgos humanoides eran toscos, como moldeados por la oscuridad. Sus ojos
desproporcionados, de un color que no sabría definir, parecían humanos, pero no
lo eran. Eran otra cosa. Demasiado grandes, demasiado descolocados. Lo que
Claudia sí pudo apreciar fue una inmensa sabiduría en su mirada, una erudición
absoluta, sabedora de todas las cosas, de su origen, su comportamiento, su
función.
—Claudia —repitió. Su voz había cambiado, como si hubiese sido pronunciada
por infinidad de gargantas—. Querías saber —hizo una espantosa pausa—, y vas a
saber.
El hombre hizo un gesto reverencial con la mano y de pronto Claudia sintió
que una poderosa fuerza absorbente tiraba de ella. Aterrada, comprendió que el
universo del maletín estaba tirando de ella.
—¡No! ¡No, por favor!
—No te dolerá. Allá donde vas, yo te esperaré.
Claudia, al escuchar esas palabras, se tranquilizó, en cierto modo, porque
ahora sentía cómo su cuerpo se estrechaba, como si estuviese siendo absorbida
por un agujero negro. No dolía. Sorprendentemente, no dolía, como si las
moléculas de su cuerpo comenzasen a formar parte de ese universo. Su voz se
apagó. Sus pies, dentro del maletín, se habían convertido en una masa tan fina
como una aguja, para ir ensanchándose progresivamente hasta el tamaño real de
su cabeza, convertida en una forma cónica demencial.
Y al fin desapareció en el maletín.
No poseía cuerpo, o al menos eso creía, pero su pensamiento seguía con
vida. Su viaje había empezado en la luz y terminaría en cualquier punto de ese
diminuto universo. Pero allí dentro… allí dentro ya no era tan diminuto. Era
colosal, inmenso, imposible de cruzar si no fuera por…
Mientras viajaba a una velocidad indefinida, parte de la auténtica verdad
se reveló en su mente. Claro, todo era cuestión de tamaño, de perspectiva.
¿Cuánto tardaría una bacteria en cruzar un par de metros? Años, quizá cientos
de años. Sin embargo, para ella era tan fácil como dar tres pasos. Aquel
hombre, aquella cosa con semejante poder, tenía el universo (cientos de
universos) al alcance de su mano y, mientras contemplaba las estrellas en su
viaje, se dijo a sí misma que averiguaría quién era, porque, para Claudia, la
curiosidad no tenía fin.
FIN
Ualaaaaa que chulo!! Me ha encantado!! Aunque me he quedado con ganas de saber si el vecino le quería hacer algo bueno o malo!! Supongo que malo no era, que le ha dejado saciar la curiosidad que tanto la minaba por dentro jejeje Que mala es la curiosidad... A veces nos supera!!
ResponderEliminarUna gran historia y que se lee en un momento, Diego, Felicidades!! Y gracias por el ratito de lectura!! ^^ Un abrazo!! Y a por el finde!
Gracias Carmen!Y si no que se lo digan a los gatos. Buen fin de semana!!
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