martes, 29 de mayo de 2018


EL MALETÍN

No tardaría en salir.
Claudia, apostada tras los setos que circundaban su jardín, podaba los rosales con cierta destreza, un tallo marchito por aquí, un ramo enmarañado por allá.
Corría el mes de marzo, la primavera se aproximaba al comienzo de la pubertad y el sol destellaba agradablemente en un cielo raso y azul. Claudia había optado esa mañana por un sombrero de paja de ala ancha, no solo para protegerse del sol, sino para ocultar su mirada, que estaba más pendiente de la casa de enfrente que de la poda de los rosales.
El motivo de esa acérrima vigilancia era el elegante y apuesto nuevo vecino que se había trasladado la semana anterior. Hasta ese punto nada había de extraordinario ni que llamara la atención, sino un hombre adinerado que había adquirido una casa de dos plantas, dotada de doscientos cuarenta metros cuadrados habitables y quinientos de verde parcela.
Lo que realmente había despertado su curiosidad, y había encendido esa lucecita roja y brillante más propia del cerebro de un gato, no fue la rápida y nocturna mudanza, pasadas las doce de la madrugada, al igual que en aquella película donde un vampiro se instalaba en la casa de enfrente aprovechando las ventajas que le brindaba la noche.
No. Ese hombre no era un vampiro. Lo había visto salir de casa a cualquier hora, bajo un sol tan intenso en ocasiones que, si lo fuese, lo hubiese derretido como a una barra de mantequilla.
Tampoco fueron sus escuetos saludos, asintiendo únicamente con la cabeza, esbozando una cordial sonrisa de falso vecino encantador. Curiosa e inquietantemente, saludos desprovistos de voz. Mientras cortaba una rosa seca cayó en la cuenta: ese hombre jamás había hablado, y una especie de araña invisible trepó por su columna vertebral.
El verdadero motivo había sido el maletín que el hombre siempre portaba consigo. Un maletín cegador bajo los rayos del sol, probablemente de aluminio. Tampoco era una razón nada desdeñable que su nuevo vecino siempre fuese ataviado de punta en blanco, con trajes caros y seguramente confeccionados a medida, fuese la hora que fuese, hiciese frío o calor, reinase en el cielo el sol o la luna.
Un camión de reparto pasó frente a su jardín, y cuando lo hubo hecho, la puerta de la casa de enfrente se abrió. Claudia, con la mirada oculta entre los setos, soltó un grito ahogado cuando una espina se clavó en su dedo. Sintió un hilo de sangre deslizarse por él, pero no quiso mirar. Sus ojos seguían los movimientos de su nuevo vecino, que como venía siendo habitual, iba enfundado en un traje gris, exento de arrugas, corbata pulcra y de diversos tonos oscuros. En su mano derecha, como no podía ser de otra forma, asía con fuerza el maletín.
El hombre cerró la puerta, cruzó el jardín de su parcela y desapareció caminando con paso decidido calle abajo. Claudia, por un momento, pensó que sus miradas se habían encontrado, sin embargo, era imposible ya que los frondosos setos de su jardín hacían la función de un infalible escudo.
Pensativa, dejó las tijeras sobre la tierra y entró en casa para desinfectarse la herida. La mañana transcurrió sin más contratiempos, y no fue hasta la tarde cuando vio desde su ventana regresar a su nuevo vecino. La maleta se mecía al compás de sus brazos, provocadora, desafiante. Oculta tras la cortina, la duda la asaltó con más fuerza que nunca, como un deseo imposible de reprimir: ¿qué contenía en su interior? La primera idea que le vino a la cabeza fue dinero, mucho dinero repartido en gruesos bloques correctamente ordenados en filas. Luego pensó en documentos e informes de máxima relevancia, puesto que por su indumentaria quizá fuese un abogado, y cuando su mente se disponía a barajar otras alternativas, el hombre entró en casa y cerró la puerta. Un extraño silencio se adueñó de la calle, frío como la brisa que procede del mar.
La llegada del ocaso era inminente. El cielo había adquirido un encantador tono púrpura, que realzaba el contorno de una inesperada masa nubosa en el horizonte. Como era de esperar, con la llegada del ocaso vino la llegada de Álvaro, su marido, contable de una empresa distribuidora de agua embotellada.
No supo por qué, Claudia se sintió más segura ahora que ya no estaba sola en casa. Era una tontería y fue consciente de ello, pero era un sentimiento que no podía evadir y que se aferraba a ella como un gato a una cortina.
Llegó el momento de la cena, cuando el reloj marcaba las nueve y diez. Claudia había preparado sabrosos escalopes rebozados, los favoritos de Álvaro. También era el momento de abordar el tema del extraño vecino, y debía hacerlo con precaución, como si fuese una conversación banal.
—Esta mañana he estado podando las rosas, me pinché con una espina, mira.
Claudia le enseñó su dedo envuelto en una tirita como si se tratase de una cicatriz de guerra.
—Vaya, tienes que llevar cuidado, cariño.
Claudia retiró el dedo y bebió un sorbo de agua con aire distraído.
—¿Sabes? Vi otra vez a ese vecino nuevo salir de casa, y otra vez llevaba la maleta.
Álvaro dejó los cubiertos sobre el plato.
—¿Ya estás otra vez con el vecino? —dijo armándose de paciencia—. Ya te lo dije el otro día, no hay nada de extraño en que un hombre lleve una maleta, puede que sea un médico, o un periodista, yo qué sé. Cielo —añadió con tono comprensivo, cogiéndole la mano por encima de la mesa—, debes respetar la intimidad de los demás. Sé que no debe ser fácil estar todo el día encerrada en casa, te entiendo, créeme. Pero tienes que dejar de hacer eso.
Claudia lo examinó con la mirada. Álvaro decía que la entendía, y de verdad que agradecía su comprensión, pero no tenía ni idea de lo que era estar confinada en casa por un diagnóstico de depresión. Los días comenzaban a las siete de la mañana, y duraban cuarenta y ocho horas más. Por más que lo intentase, no había suficientes actividades para rellenar tanto hueco vacío.  
—No sé Álvaro. Me da mala espina. Algo en mi interior me dice que ese hombre no esconde nada bueno.
—Bueno, si tanto te preocupa, prepárale una tarta, o lo que sea, y llévaselo a casa. Estoy convencido de que cuando lo conozcas, cambiarás de opinión y tú misma te darás cuenta de cuán equivocada estabas.
Claudia, con aire ausente, sopesó el consejo de Álvaro.
—Sí… puede que tengas razón.
Esa noche le costó conciliar el sueño, pero finalmente se durmió sin darse cuenta. Un destello la despertó. Claudia miró la hora en su teléfono móvil. Eran casi las dos de la madrugada. Álvaro, con la respiración lenta y profunda, dormía acurrucado en su lado de la cama.
Claudia pensó que el destello lo había producido un coche de policía patrullando la zona, pero de pronto, una luz brillante se filtró de nuevo por las lamas de la persiana. Extrañada, se levantó sin hacer ruido y se encaminó a la habitación contigua para no despertar a Álvaro. Desde allí podía ver sin obstáculos la casa del vecino de enfrente. Arropada por la oscuridad, apartó con un dedo la cortina y echó un vistazo. El juego de luces multicolores y centelleantes que emergía de la ventana en la planta superior le cortó la respiración por un segundo.
¿Quién demonios era ese tipo? ¿Algún extravagante científico que había establecido allí su laboratorio? Jamás. Jamás había visto algo semejante.
Se dispuso a despertar a Álvaro para que pudiese verlo con sus propios ojos, antes de que le acusase de estar perdiendo la cabeza, pero de pronto, el espectáculo de fuegos artificiales cesó, sumiendo la casa en la oscuridad.
Con el corazón bombeando a marchas forzadas esperó unos minutos, media hora, albergando la esperanza de que volviese a repetirse, pero ese infernal abanico de luces oscilantes había dado su última función, al menos por hoy, pensó.
Cuando a hurtadillas regresó a la cama, ya había tomado una decisión. Solo quedaba ultimar un intrascendente detalle: si la tarta iba a ser de manzana o de nueces.
Álvaro hacia más de una hora que había desayunado y se había ido a trabajar. Por un instante sintió envidia de su marido, poder llevar una vida normal, con horarios, con obligaciones, pero cuando sonó el timbre del horno ese pensamiento se desvaneció y un espasmódico hormigueo corrió por su estómago.
Abrió la puerta del horno y, con la mano enfundada en un guante, sacó la humeante tarta y la depositó sobre la mesa.
Finalmente había sido de manzanas, mucho más digestivas.
Hasta el momento el hombre no había abandonado la casa. Lo sabía a ciencia cierta porque, mientras se horneaba la tarta, no había dejado de vigilar. Si se daba prisa, todavía podría encontrarlo en casa. Porque no, ese hombre no tenía horarios fijos, lo había comprobado durante una semana entera. Salía y entraba cuando le apetecía, como si no tuviese que rendirle cuentas a nadie.
Mientras la dejaba enfriar, subió a la planta superior, y sin apartar la mirada de la ventana, decidió ponerse guapa, elegir un vestido primaveral, no muy atrevido pero tampoco demasiado puritano, y aplicarse una sutil capa de maquillaje, pero sin parecer una muñeca de feria.
¿Cuánto tiempo hacía que no se sentía así? Sí, la sensación era novedosa. Se sentía bien consigo misma, se sentía… viva.
La situación la llevó a un pensamiento que, quizá, fuese el comienzo de una recuperación. Álvaro no la hacía sentir así. No se lo echaba en cara porque tenía que trabajar, pero siempre estaba sola en casa, y las pocas horas que pasaban juntos se sentía extenuado. Puede que su mal radicase en él, puede que la apatía matrimonial le hubiese cercenado los sentimientos, puede que…
Basta ya.
Sus pensamientos no iban mal encaminados, pero ahora no tenía tiempo para ellos. Eligió un vestido de tonos verdes y amarillos, escotado pero discreto, que dejaba intuir el contorno de sus pechos. Sus piernas asomaban por la falda, y le parecieron bonitas, con un brillo especial. La primavera obra milagros, pensó. Se cepilló el cabello, se pintó los labios de rojo carmesí y se perfiló el contorno de los ojos. Rápido y suficiente, ya que no quería perder de vista la ventana por mucho tiempo.
Estaba lista. Bajó las escaleras, se dirigió a la cocina y sostuvo la tarta entre sus manos. Ahora estaba a la temperatura ideal, y desprendía un aroma que invitaba, al menos, a ser degustada.
La observó con atención, esgrimiendo una media sonrisa. Aquello no era una tarta, era una llave, una llave para averiguar qué contenía ese maletín.
La puerta de la cancela estaba abierta. Cruzó el jardín y llamó a la puerta. Mientras esperaba alzó la mirada al cielo. El sol se dejaba entrever por las esporádicas nubes que salpicaban el cielo. Sentía su corazón acelerado, como si en lo más hondo de su mente supiese que lo que estaba haciendo era llegar demasiado lejos, pero una ligera brisa abrió una grieta entre las ramas de los árboles y los rayos del sol cayeron sobre su espalda, produciéndole una agradable sensación que mitigó ese extraño sentimiento de no estar haciendo lo correcto, de ahondar demasiado en la privacidad ajena.
Escuchó unos ruidos al otro lado de la puerta. Luego la mirilla se oscureció. Ahora su corazón latía con más fuerza. Trató de sonreír.
El hombre pareció dudar, esa fue su impresión, pero de pronto los cerrojos se descorrieron, la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Se preguntó qué voz tendría.
—¿Qué desea?
El hombre, ataviado con su inconfundible traje gris (Claudia se preguntó si siempre sería el mismo, porque eso fue exactamente lo que le pareció) habló con tono grave, imponente, que a Claudia se le antojó incluso seductor. Lo más relevante de todo, por lo que vio en cuanto su mirada se deslizó sutilmente hacia sus manos, fue que no llevaba el maletín consigo.
—Buenos días, yo… disculpe que le moleste, soy la vecina de enfrente —dijo con voz titubeante, girándose y señalando su casa. Por un momento le pareció curioso. Desde allí podía ver su casa con la misma perspectiva que veía la del vecino, y por otro momento se preguntó si él también sentía excesiva curiosidad por ella—. Deberá disculparme por ser tan grosera, pero todavía no había tenido oportunidad de presentarme formalmente. Mi nombre es Claudia, y para darle la bienvenida le he preparado esta tarta. —Claudia sonrió, y la consideró una sonrisa sincera. —Es de manzana, espero que le guste.
El hombre bajó la mirada hacia la tarta, volvió a mirarla fijamente y sonrió. Claudia, al ver sus ojos, pudo contemplar una profundidad sin fin, como un abismo hacia la oscuridad más profunda. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue su sonrisa. Lo había considerado un hombre atractivo, de rasgos angulosos y porte varonil, pero esa sonrisa modificó su rostro de una forma que le pareció antinatural, como si una mano dentro de su cara moldease costosamente sus facciones.
—Vaya, gracias —dijo, y se hizo a un lado franqueándole el paso—. Disculpe mis malos modales, pero no estoy acostumbrado a recibir visitas. Pase usted, por favor, y probemos juntos un poco de esa tarta. Es lo menos que puedo hacer.
Claudia sintió cómo una voz en su interior le gritaba que huyese de allí, aunque no sabía el motivo. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde para recular. Había querido llegar hasta el final, y así iba a suceder, además, la curiosidad era una razón de peso, mucho más poderosa que la súbita sensación de peligro que la había embargado.
Claudia entró al interior de la vivienda y el hombre cerró la puerta. Claudia se quedó absorta cuando, examinando con la mirada cada rincón, observó que la casa estaba vacía, excepto una mesa y cuatro sillas dispuestas en el centro del salón.
—Tendrá que perdonarme —se excusó el hombre—, pero todavía no he tenido tiempo de completar la mudanza.
—Oh, no se preocupe, está bien, muy bien. Los traslados siempre son embarazosos.
—Sí, son… odiosos.
El hombre la escrutó con cierta solemnidad. Una nube se cruzó en el camino del sol y, de pronto, el salón se oscureció. Claudia pensó que la luz reviviría, que era una nube de paso, en cambio, se escuchó un trueno romper en la lejanía. De pronto, fue como si la depresión que sufría resurgiese de entre las sombras y la abrazase para no soltarla jamás. Sintió cómo perdía la seguridad en sí misma, y cuando vio la figura del hombre, envuelta en sombras que ocultaban su rostro, excepto esa mirada indagadora como dos discos luminosos en la noche, también sintió terror, una especie de fríos dedos que reptaban por sus vértebras hasta erizarle el fino vello de su nuca.
—Parece… —. Claudia tragó saliva y volvió a empezar. —Parece que se avecina una tormenta.
—Sí, eso parece —corroboró el hombre—. Las tormentas me resultan fascinantes, son algo… —El hombre calló, como si hubiese estado a punto de confesar un terrible secreto, y siguió con su papel de anfitrión. —Si no le importa, voy a preparar café. Estoy seguro de que le apetecerá una buena taza caliente.
—Sí, por favor.
Claudia se quedó a solas en el desierto salón. Ahora su corazón parecía un tren de mercancías a punto de descarrilar. El maletín no estaba en el salón, y pensó que lo más lógico fuese que estuviese en su dormitorio. Su mente fue atravesada por multitud de flechas con punta de ideas, sin embargo, las más abundantes eran las que concernían al maletín, al contenido de ese maletín. Las luces que vio por la ventana durante la noche se habían convertido en algo secundario, en algo de lo que podía prescindir.
 Escuchó al hombre trastear en la cocina. Disponía de muy poco tiempo. Sintió la adrenalina correr por su cuerpo. Sus ojos rotaron en sus órbitas examinando la casa. Al otro extremo del salón estaban las escaleras, de madera vieja, muy parecidas a las suyas.
Cada segundo que dudaba, era un segundo perdido.
Tenía que ser rápida.
Extremadamente rápida.
Sin darse cuenta, se vio corriendo hacia las escaleras, casi de puntillas, tratando de ser sigilosa. Subió los escalones de dos en dos, aferrándose a la barandilla, clavando las uñas en la madera. Cuando llegó arriba, dos pasillos se abrían paso ante ella, uno hacia la izquierda, otro hacia la derecha. Eligió el de la izquierda. Con excesiva prisa, fue abriendo todas las puertas que encontró a su paso.
Una habitación vacía.
Un cuarto de baño desaseado.
Otra habitación vacía.
¿Dónde dormía ese hombre, por Dios?
Regresó sobre sus pasos y escuchó cómo la cafetera comenzaba a traquetear.
Se enfrentó al segundo pasillo, y al abrir la primera puerta a su izquierda lo vio.
Por la amplitud de la habitación debía de ser el dormitorio principal, pero allí no había camas, ni mesitas de noche. Solo armarios cerrados de madera que cubrían todas las paredes (en un pensamiento fugaz, dedujo que esos muebles fueron los únicos que transportó el camión de mudanzas), y en el centro del dormitorio, una pequeña mesita de madera, vieja y astillada. Sobre ella descansaba el maletín.
¡El maletín!
Claudia, con la respiración agitada, sonrió, una sonrisa que le confería a su rostro un ligero deje a locura. Ahora ya no sentía terror, ni desenfrenada angustia, solo excitación y una curiosidad que se desbordaba por todo su ser.
El hombre no tardaría en volver al salón y descubrir que se había ido, así que si quería saber lo que se hallaba en su interior debía abrirlo ahora. ¡Ya!
Decidida, Claudia dio un paso hacia el maletín cuando, sorpresivamente, los armarios que lo circundaban comenzaron a temblar, como una gran caja que contiene un animal de considerable tamaño. Las maderas crujieron, como si fueran a desmontarse de un momento a otro y liberar así lo que encarcelaban. Desconcertada, pero sobre todo aterrada, se detuvo. ¿Qué… diablos… había en esos armarios? ¿Tendría gente encerrada allí? Su cuerpo se estremeció y tuvo que ahogar un grito cuando los armarios se agitaron con más fuerza.
¿Quién era ese hombre? ¿Se había metido en casa de un psicópata cuya depravada diversión era encerrar a personas en los armarios?
Se dirigió temblorosa hacia uno de ellos, el que quedaba frente a la ventana. El sudor corría por su frente, lo sintió caliente, pegajoso. Sujetó ambos tiradores con las manos, y con el corazón a punto de estallar en su pecho, hizo acopio de valor y tiró de las puertas con fuerza.
El contenido del armario se mostró ante ella.
Confundida, su mandíbula se desencajó y sus ojos se abrieron como platos. Subió la mirada lentamente y fue bajándola hasta llegar al suelo. Allí dentro no había ninguna persona atada de pies y manos. Solo ocho baldas (las contó una por una) repletas de decenas de maletines, dispuestos verticalmente unos junto a otros, como si se tratase de una librería.
Claudia dio un paso atrás, en el preciso instante en que alguno de ellos, no todos, se agitaba como si algo vivo estuviera confinado en su interior. Invadida por un terror viscoso y lacerante, se desplazó hacia el armario contiguo y lo abrió de golpe. Ante ella se descubrió la misma imagen: decenas de maletines, brillantes, vibrantes. Con la mente desquiciada, abrió el siguiente, en el que apareció la misma fotografía, y por fin, el último. Los maletines se estremecieron, como si estuviesen vivos, como si soportaran un dolor inimaginable.
Claudia giró sobre sí misma, muy despacio, con la mente al borde del colapso. A su alrededor podría contar cientos de maletines, idénticos, cortados por el mismo patrón. Y entonces lo escuchó, un sonido sordo, vibrante. El maletín principal, el que siempre había visto en manos de aquel hombre, quedaba a su espalda, sobre la mesa. Aterrada, giró su cuerpo hacia él y de pronto éste se estremeció, como si algo vivo estuviese dentro, llamándola, invitándola a abrirlo. Claudia sintió una lágrima deslizarse por su mejilla. Ya no escuchaba ruidos en la planta inferior, ni percibía el aroma a café que ascendía por la escalera. Eso era ya un hecho intrascendente. Lo único que importaba era aquel maletín, saciar su curiosidad, darle un sentido a la locura en la que se había sumergido.
Se acercó a él, apenas sostenida por sus piernas, y examinó los dos cierres, uno a cada extremo. De pronto, supo que ya nunca saldría de esa casa, que nunca más vería a Álvaro, que estaba asistiendo a sus últimos segundos de vida. Quizá, con no abrirlo podría salvarse, quizá, pero la curiosidad era ahora un ente con vida propia, un ente que la dominaba, capaz de intercambiar su vida por saber qué contenía ese maletín.
Sujetó ambos cierres y abrió el mecanismo, produciéndose un ligero clic. Contó hasta tres, respiró hondo y se dispuso a abrir la tapa del maletín.
Una fuente de luz brotó del maletín dibujando enrevesadas espirales, fogonazos de colores que tan pronto nacían, morían de nuevo. Su brillo era tan intenso y perturbador que Claudia se vio obligada a cerrar los ojos. Un zumbido como jamás había escuchado se introdujo en sus oídos, molesto pero no doloroso. La incógnita de los extraños haces de luz que vio la noche anterior había sido resuelta, pero la gran interrogante, la madre de todas las interrogantes, todavía estaba por descubrir: ¿qué era eso?
Aun con los ojos cerrados, sentía cómo la luz penetraba por sus párpados. Trató de abrirlos un poco, lentamente. Sintió miedo de quedarse ciega, de abrasarse las retinas como si contemplase un eclipse solar, pero debía correr el riesgo. ¡Por supuesto que debía correr el riesgo!
Abrió los párpados un poco, temerosa. La sangre cabalgaba a la velocidad de la luz por sus venas, con el peligro de hacerle estallar el corazón. Su agitada respiración subía y bajaba sus pechos sudorosos. Se sorprendió cuando comprobó que, aunque la luz era sumamente intensa, no le dañaba los ojos. Entonces, exiliado el miedo, abrió los ojos ávidos por conocer y miró en el interior del maletín.
Cuando al fin logró saciar su curiosidad, la fascinación la dejó al borde la locura. Su mandíbula se desprendió, flácida, y un hilillo de saliva se escurrió por su barbilla. Allí dentro, en el espacio reducido del maletín, se hallaba el universo, un universo. En un punto lejano de su mente, que todavía seguía operativo, recordó todos los maletines que había visto en los armarios y fue capaz de asociar, en un pensamiento perdido, cada maletín con su propio universo.
Sus ojos, anegados de lágrimas, contemplaban embelesados e incrédulos el interior del maletín. En la oscuridad global, todo era minúsculo, extremadamente diminuto, pero podía apreciar galaxias enteras, millones de puntos brillantes que no podían ser otra cosa que estrellas, nebulosas como explosiones, maravillosas, imponentes, de colores vivos.
Claudia al principio no escuchó la voz. Cuando escuchó repetidamente su nombre, despertó y se giró en la dirección de donde provenía. Allí, bajo el umbral de la puerta, estaba el hombre, sin embargo, dio un respingo y ahogó un grito cuando vio que lo que allí había no era un hombre, sino algo… distinto. Sus rasgos humanoides eran toscos, como moldeados por la oscuridad. Sus ojos desproporcionados, de un color que no sabría definir, parecían humanos, pero no lo eran. Eran otra cosa. Demasiado grandes, demasiado descolocados. Lo que Claudia sí pudo apreciar fue una inmensa sabiduría en su mirada, una erudición absoluta, sabedora de todas las cosas, de su origen, su comportamiento, su función.
—Claudia —repitió. Su voz había cambiado, como si hubiese sido pronunciada por infinidad de gargantas—. Querías saber —hizo una espantosa pausa—, y vas a saber.
El hombre hizo un gesto reverencial con la mano y de pronto Claudia sintió que una poderosa fuerza absorbente tiraba de ella. Aterrada, comprendió que el universo del maletín estaba tirando de ella.
—¡No! ¡No, por favor!
—No te dolerá. Allá donde vas, yo te esperaré.
Claudia, al escuchar esas palabras, se tranquilizó, en cierto modo, porque ahora sentía cómo su cuerpo se estrechaba, como si estuviese siendo absorbida por un agujero negro. No dolía. Sorprendentemente, no dolía, como si las moléculas de su cuerpo comenzasen a formar parte de ese universo. Su voz se apagó. Sus pies, dentro del maletín, se habían convertido en una masa tan fina como una aguja, para ir ensanchándose progresivamente hasta el tamaño real de su cabeza, convertida en una forma cónica demencial.
Y al fin desapareció en el maletín.
No poseía cuerpo, o al menos eso creía, pero su pensamiento seguía con vida. Su viaje había empezado en la luz y terminaría en cualquier punto de ese diminuto universo. Pero allí dentro… allí dentro ya no era tan diminuto. Era colosal, inmenso, imposible de cruzar si no fuera por…
Mientras viajaba a una velocidad indefinida, parte de la auténtica verdad se reveló en su mente. Claro, todo era cuestión de tamaño, de perspectiva. ¿Cuánto tardaría una bacteria en cruzar un par de metros? Años, quizá cientos de años. Sin embargo, para ella era tan fácil como dar tres pasos. Aquel hombre, aquella cosa con semejante poder, tenía el universo (cientos de universos) al alcance de su mano y, mientras contemplaba las estrellas en su viaje, se dijo a sí misma que averiguaría quién era, porque, para Claudia, la curiosidad no tenía fin.

FIN













  

2 comentarios:

  1. Ualaaaaa que chulo!! Me ha encantado!! Aunque me he quedado con ganas de saber si el vecino le quería hacer algo bueno o malo!! Supongo que malo no era, que le ha dejado saciar la curiosidad que tanto la minaba por dentro jejeje Que mala es la curiosidad... A veces nos supera!!
    Una gran historia y que se lee en un momento, Diego, Felicidades!! Y gracias por el ratito de lectura!! ^^ Un abrazo!! Y a por el finde!

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  2. Gracias Carmen!Y si no que se lo digan a los gatos. Buen fin de semana!!

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