sábado, 31 de octubre de 2020

 


El horror comenzó en la avenida principal. La niña, de aspecto harapiento, caminaba erguida y segura de sí misma, y sin embargo sumida en un lago de oscuridad.

La primera mujer que se le acercó brindándole su ayuda comenzó al poco tiempo a temblar, sus ojos palidecieron y cayó muerta al instante sobre la acera. Un muchacho de aspecto desenfadado, seguido por la mirada estupefacta de los viandantes, trató de socorrerla. Cuando estuvo a la distancia suficiente de la niña sus rodillas se doblaron, su corazón se detuvo y se desplomó junto al cadáver de la mujer.

La niña, impasible, continuaba su andadura. Sus pies descalzos esta vez se arrastraban por el asfalto. Un viento frío de mediados de otoño meció su cabello rubio y enmarañado. Un coche frenó con un chirrido frente a ella, y segundos más tarde se escuchó el sonido prolongado de la bocina, condenado a propagarse durante horas.

Cuando una tercera mujer se derrumbó con la mirada desorbitada al pasar la niña junto a ella, los primeros gritos se adueñaron de la avenida. Algunos decidieron huir. Todo llegaría.

La pequeña alcanzó la terraza de la cafetería más distinguida de la avenida. Los clientes, extrañados al principio por la presencia desangelada de la criatura, comenzaron a sufrir un extraño mareo. Luego, la oscuridad eterna. Sus cabezas, casi al unísono, se doblegaron y golpearon las mesas metálicas, produciendo una hueca campanada muy cerca de la perfecta sincronización.

Puede ser que la niña sonriera. Algunos lo afirmarían meses más tarde, asediados en sus casas. Siguió caminando, hasta que sus pies comenzaron a sangrar.

Lo único que la impulsaba era esa voz en su cabeza, sombría, rojiza. Era persuasiva, no podía negarlo, capaz de imposibilitar la negación.

“Sí, mi niña, lo estás haciendo muy bien. Sigue caminando, hasta que tu vida se extinga por completo. Todo aquel que muera hoy, volverá a resucitar. Y para cuando llegue ese momento, la carne humana será el alimento más ansiado de la tierra”.

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