EL DÍA DE TU MUERTE
El señor Carmona siempre era el último en abandonar la oficina. Era el
dueño absoluto de una lucrativa empresa de envases de plástico. En 1976, cuando
decidió invertir todo su capital en un negocio en auge, nunca habría llegado a imaginar
que a día de hoy, a sus cincuenta y cinco años, poseería una sociedad de más de
doscientos empleados y una facturación de millones de euros al año.
Ahora que la oficina estaba casi vacía (a excepción de Iván Otero, su secretario de confianza, que ultimaba el contrato con un gran cliente japonés frente al ordenador) el señor Carmona se reclinó sobre su silla giratoria y se aflojó el nudo de la corbata. Mientras jugueteaba con el bolígrafo
—¡Iván, ven, por favor!
El joven, como un recluta ejemplar, se levantó de la mesa y se encaminó
hacia el despacho del señor Carmona. Abrió la puerta y le dedicó una sonrisa
cansada.
—¿Qué desea, señor Carmona? —Este sonrió. Le gustaba que le tratasen de
señor.
—Creo que ya va siendo hora de que te vayas a casa ¿No te parece? Es tarde.
—Sí —replicó Iván—, pero todavía me quedan un par de puntos del contrato…
—Vamos, no te preocupes. Mañana temprano puedes terminarlo. Tendrás una
novia a la que ver.
Iván sonrió, y por un instante el señor Carmona se fijó en cómo se
ruborizaba.
—Sabe de sobra que yo no tengo novia.
—Pues vete a donde quiera que vayáis ahora los chicos de tu edad —dijo el
señor Carmona con tono autoritario, pero también afable. Observó cómo Iván se
quedaba paralizado, como si no pudiese creer que su jefe le hablase en ese
tono—. ¡Vamos! ¿O es que tengo que echarte a patadas?
Iván al fin reaccionó, y la verdad es que no le había disgustado la forma
en que le había hablado el señor Carmona.
—Está bien, está bien. Ya me voy. Le prometo que mañana a las nueve tendrá
el contrato sobre su mesa.
—No espero menos de ti, pero vete ya. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió Iván con un asentimiento de cabeza. Cerró la
puerta del despacho, recogió sus cosas de la mesa y desapareció por la puerta
de entrada a las oficinas.
La planta se quedó en absoluto silencio. Solo, sin nadie ante quien
mantener las formas, se quitó la chaqueta, la colgó sobre el respaldo de la
silla y se dirigió a la ventana. Al abrirla, una cálida brisa de junio le azotó
la cara y fue reconfortante. Desde allí, al final del parking vacío, intuía la
silueta de Emilio, el guarda jurado del turno de noche, deambulando por la garita
de entrada a las instalaciones. Pensó que ahora mismo ellos dos eran las únicas
personas en toda la fábrica, y por primera vez sintió un atisbo de
vulnerabilidad, una especie de miedo irracional a algo que era incapaz de
definir. Esa sensación se desvaneció cuando le alertó un mensaje en el teléfono
móvil. Se alejó de la ventana, caminó hasta la mesa y desbloqueó la pantalla
del teléfono. Sonrió al ver el remitente. A esas horas no podía ser nadie más.
‘Cariño, son casi las nueve, ¿vas a tardar mucho o ceno yo sola?’
Sus dedos regordetes se movieron con asombrosa agilidad:
‘Dame una hora. Compruebo un par de cosas y voy’
Últimamente estaba desasistiendo demasiado a Sofía, su esposa. Era
consciente de ello, así que decidió aplazar para antes de irse a dormir la
planificación del día de mañana y se sentó en la silla sin demora. Lo primero
que hizo fue atender parte de una larga lista de mails, seleccionando los más
importantes. Le llevó no más de veinte minutos. Pese a la brisa nocturna, hacía
calor en su despacho, pero prefirió dejar la ventana abierta. Comenzaba a sudar
y la camisa se le pegaba a la piel.
Era el turno de la valija. Aunque para él la hora que corría en el reloj
podía considerarla como aceptable, el mensaje de Sofía le hizo entender que ya
era demasiado tarde. Cogió entre sus manos un bloque de cartas y fue pasándolas
de una mano a otra, leyendo rápidamente el remitente y valorando su importancia
para posponerlas o considerarlas en ese mismo y apremiante momento. Su mano
izquierda estaba repleta de cartas, todas sin abrir, hasta que llegó una que le
llamó la atención. Primero con cierta curiosidad, luego poderosamente. Dejó el
bloque de cartas sobre la mesa y sostuvo la carta elegida entre sus dedos con
la intención de examinarla. Era curioso, porque el sobre parecía viejo, como si
hubiese pasado años viajando de valija en valija. El destinatario era más que
evidente: para el señor Carmona,
rezaba y, a continuación, la frase que había despertado su interés: de vital importancia.
Le dio la vuelta buscando el remitente, pero el reverso estaba en blanco. Tampoco
había matasellos. Levantó una ceja intrigado, y pensó que quizá sería una carta
publicitaria, pero en ese caso no habría logrado pasar los filtros de correo
interno establecidos por la empresa. La frase, desde luego, era convincente, y
quizá fuese ese el motivo por el que habrían decidido cursarla.
Miró su reloj de pulsera. Casi las nueve y media de la noche. Resopló.
Bien, solo había una forma de salir de dudas.
Cogió el abrecartas, regalo de Sofía por su quincuagésimo tercer
cumpleaños, rasgó el sobre y extrajo una única hoja de su interior. En ella
leyó: ¿Quiere conocer el día exacto de su
muerte? Un privilegio al alcance de muy pocos. Si su respuesta es sí, tan solo
tiene que devolver esta carta en un sobre a la siguiente dirección: DEM, y en
breve recibirá la resolución.
¿Acaso era una broma? Cabía la posibilidad pero, lo primero, no creía que
nadie de su plantilla tuviese el valor de enviarle una cosa así y, lo segundo,
era indudable que ser poseedor de ese tipo de información podía ser muy
valioso. Sí, muy valioso, pero imposible. Nadie era capaz de predecir la fecha
de una muerte, a no ser, pensó, que fuese la propia muerte. El señor Carmona
lanzó una carcajada que retumbó en las paredes de su despacho.
Varios pensamientos se aglomeraron entonces en su mente. La urgencia por
salir de allí y llegar cuanto antes a casa para no hacer esperar a Sofía.
También la idea de mandar esa carta directamente a la papelera, pero a la vez
la necesidad de demostrarse a sí mismo (y a quien hubiese escrito esa carta)
que predecir la fecha de una muerte era algo inverosímil. Por Dios, si ni
siquiera sería capaz de vaticinar la hora en la que iba a salir del trabajo.
Además, se dijo dubitativo, todavía tenía cincuenta y cinco años. Hacía tiempo
que había dejado de fumar, apenas bebía
y más o menos llevaba una alimentación saludable. Qué menos que vivir, por lo
menos, veinte o treinta años más. Parecía lejano, inalcanzable, pero no, estaba
más cerca de lo que quería creer, y una sensación de angustia se apoderó de él.
Cobró tal intensidad que, en el punto de encuentro de todos esos pensamientos,
sintió la necesidad imperiosa de saber esa fecha. La fecha exacta de su muerte.
Si fuese verdad, solo si lo fuese. Podría planear el resto de su vida a su
antojo. Dar prioridad a unas cosas o a otras, dependiendo del tiempo que le
quedara en la cuenta atrás. Además, ¿qué podía perder?
Miró la hora en su TAG Heuer. Faltaban veinte minutos para las diez de la
noche. Consciente de que ya no podía perder más tiempo, sacó un sobre del cajón
de su escritorio, escribió la indescifrable dirección en él, metió la hoja como
indicaban las instrucciones y depositó el sobre de nuevo en la valija.
Al día siguiente, cuando despertó, sintió un agudo dolor de cabeza. Había
tenido pesadillas, lo sentía por el sudor frío que lo empapaba, pero era
incapaz de recordar de qué trataban. Sabía que eran las seis de la mañana,
porque siempre ponía el despertador a la misma hora. Comenzaba a amanecer, y un
débil resplandor asomaba por la cristalera de su balcón. Sofía, acurrucada en
su lado de la cama, continuaba durmiendo.
Desayunó un café y dos tostadas con mantequilla en la cocina, vio un poco
las noticias del canal 24 horas y partió hacia su empresa. Condujo su Mercedes
de última generación aturdido por el mal descanso y saludó a Emilio, al que
debía de faltarle poco más de una hora para acabar el turno, cuando levantó la
barrera para él. En el parking ya había un número considerable de coches, y aparcó
en la plaza solitaria que tenía reservada para él.
Subió por el ascensor a la tercera y última planta y cruzó la zona de
oficinas. Estaba desierta y un tanto enigmática, ya que el turno de
administración no se incorporaba hasta las nueve de la mañana, sin embargo, en
su puesto de trabajo, frente al ordenador, advirtió que Iván tecleaba algo con
afán sin reparar en su presencia, seguramente los últimos flecos del contrato
con los japoneses como le había prometido la tarde anterior.
—Buenos días Iván —lo saludó—. Parece que hoy has madrugado incluso más que
yo.
Iván se estremeció en su silla. Miró por encima del hombro y observó la
mirada satisfecha, pero fatigada, del señor Carmona fijada sobre el monitor.
Había una hipoteca que pagar, y la letra de su nuevo Ford también, así que no
estaba de más que su jefe lo hubiese sorprendido echándole horas al asunto.
—Buenos días, señor Carmona. No le he visto venir. Estaba redactando el
último punto del contrato, en cuanto lo tenga acabado se lo llevo a su mesa para su revisión.
—Bien, Iván, bien. Una cosa, necesito que hoy me conciertes una cita para
la semana que viene con el señor Ignacio, de Proyectos Cerámicos. —El señor
Carmona carraspeó. —Ah, y por cierto, estás haciendo un buen trabajo.
—Gracias, señor.
Dejó a Iván con una sonrisa complaciente a sus tareas y se dirigió a su
despacho. Mientras lo hacía, pensó que Iván era un muchacho de confianza y
entregado, un perfil difícil de encontrar hoy en día, así que, siguiendo su
filosofía, a un trabajador de semejantes aptitudes había que tenerlo contento
económicamente. Le propondría un aumento de sueldo, sí, este mismo mes.
Cuando cerró la puerta de su despacho y se sentó a la mesa, lo que antes
había permanecido aletargado en su mente renació con un poder sorprendente. Su
mirada se clavó en la valija. Esperanzada, y en parte atemorizada.
Allí, impertérrito, descansaba un sobre. Viejo, desgastado, otra vez.
Estiró el brazo y lo cogió como si se tratase de una viuda negra. Lo
observó, confundido, y lo dejó sobre la mesa. Salió casi corriendo del
despacho.
—¡Iván! —su voz sonó débil, impropia de él.
—Dígame, señor.
—¿Han pasado ya los de correos?
—Sí, esta mañana he visto a Germán recogiendo las valijas. ¿Pasa algo?
El señor Carmona se quedó pensativo. ¿Pasaba algo? Claro que sí.
—No, nada. Sigue con lo tuyo.
Volvió a encerrarse en su despacho. El sol, todavía debilitado a esas horas,
bañaba gran parte de la estancia. ¿Cómo podían haber contestado tan rápido? Era
imposible. ¿Quizá una broma del personal de correos? Los fulminaría a todos. Sin
dudar. Miró por la cristalera de su despacho, a través del estor. La
dependencia de Guillermo, el director comercial, estaba con las luces apagadas.
También la de Rebeca, responsable de marketing. Una junto a la otra. Eran las
dos únicas personas en toda la empresa capaces de hacer algo así sin temor a
una represalia. Pero, si no habían llegado aún, no podían ser ellos. Atar cabos
era lo suyo, le había servido para bien a lo largo de su vida, pero en esta
ocasión era incapaz de descubrir los hechos, y eso lo asustaba.
De pronto sintió un calor sofocante. La chaqueta le pesaba como la losa de
una tumba. Se libró de ella, cogió el abrecartas de plata y abrió el sobre.
Porque, si no lo hacía, presentía que su cabeza podría estallar en cualquier
momento. El afilado abrecartas se hundió en el sobre, que crujió como una hoja
seca, y se deslizó con facilidad. Extrajo la hoja que había en su interior, la
desplegó y leyó su contenido, sintiendo que su corazón estaba a punto de
realizar una incisión en su pecho:
’25 de junio de 2021. Hora estimada: entre las 21:00 y las
22:00 horas’
La luz palideció, como si algo maléfico hubiese accedido al despacho sin
pedir permiso. Tenía que ser una broma. El señor Carmona ahora sudaba a
raudales. Consultó el calendario de sobremesa. Dios Santo. Si solo quedaban dos
días. Y además, habían concretado hasta la hora aproximada. Lanzó la hoja sobre
la mesa. ¿Por qué pensaba en ellos como
los artífices de aquel descalabro? ¿Por qué no en ella? ¿En la misma muerte? Tragó con dificultad. Ellos significaba que se trataba de una
broma pesada. Ella era creer en la
verdad, en su destrucción. Era así de sencillo.
Alguien tocó a la puerta. Por la cristalera advirtió cómo varios empleados
llegaban a su puesto de trabajo. Miró la hora, casi las nueve de la mañana.
¿Tanto tiempo había pasado?
—¡Adelante!
Iván abrió la puerta con un dossier en la mano.
—Su contrato, señor Carmona.
Esa tarde decidió irse pronto a casa. Tal y como había trascurrido el día,
elucubrando posibles respuestas sin descanso, era lo más apropiado. Sofía,
extrañada pero también contenta por poder disfrutar de su marido un poco más de
tiempo, le preguntó si se encontraba bien, y cuando llegó la hora de la cena,
un magnífico entrecot acompañado de verduras, el señor Carmona supo que, en el
hipotético caso de que esa profecía fuese cierta, al menos debía contárselo a
Sofía. Solo por si acaso. Además, sentía que si no compartía con alguien ese
lastre que se había adherido a su piel, acabaría volviéndose loco.
—Tiene que ser una broma, cariño. Eso es imposible. —El tono de Sofía
sonaba incrédulo, pero también denotaba cierta preocupación. El señor Carmona
escuchó de boca de Sofía sus posibles soluciones a aquel enigma, pero todas
ellas las había repasado en su mente ya. Y no existía ninguna factible.
—No Sofía, no —replicó masticando un trozo de entrecot—. No es posible.
—No sé, ¿y si a alguien de correos a quien le caes mal le ha tocado la
lotería y ha decidido hacerte sufrir un poco porque ya no tiene nada que
perder? —inquirió Sofía con un vaso en la mano.
Una posibilidad remota, pero una posibilidad, pensó. Hay veces en que la
evidencia es tan grande que es imposible verla de cerca. ¿Y si era más sencillo
de lo que imaginaba?
—Podría ser, podría ser…
—Además, piensa. ¿Quién estaba contigo cuando te fuiste ayer por la noche?
—Iván, se fue antes que yo.
—Ya. ¿Y quién estaba esta mañana cuando has llegado?
El señor Carmona se quedó atónito, como si hubiese sido expuesto a una luz
gigantesca.
—Iván —respondió al cabo, con la boca paralizada y un trozo de carne
inmóvil aferrándose a ella. Había estado tan convencido de su buen rendimiento
y honestidad que ni siquiera había barajado esa posibilidad—. Ha sido él,
claro. Cómo no lo he visto.
—Yo no digo que sea él, pero lo cierto es que todo apunta en su dirección.
Te quiero decir con ello, cariño, que puede haber otra explicación totalmente
viable para lo que te ha ocurrido. Ya sea Iván, alguien de correos u otra
persona.
Esa noche el señor Carmona hizo el amor con Sofía, solo por si se daba el
caso de que estuviesen equivocados, y luego volvió a sufrir una pesadilla, sin
embargo, esta vez sí que la recordó. Un rostro corroído y obsceno, enfundado en
una túnica negra y harapienta, se abalanzaba sobre él con su mano repleta de
huesos extendida, tratando de enroscarse en su cuello. Era la muerte.
El día 24 de junio, a un día de su muerte según rezaba aquella carta, el
señor Carmona llegó antes que nunca a su empresa. No pudo evitar preguntar a
Emilio si ayer por la noche, después de que él se fuera, había visto entrar a
alguien al recinto, pero este respondió que no, que aquella noche, como todas,
la empresa estaba tan vacía como un cementerio. El señor Carmona le dio las
gracias y sonrió. Otro tanto más en contra de Iván.
Ese día, tal y como le comentó a Sofía, pensaba pasarlo observando el
comportamiento de Iván. Y por qué no, a primera hora, antes de que llegara,
también podría echarle un vistazo a su ordenador. Así lo hizo, y rebuscó en
cada archivo de cada carpeta como un hábil zorro lo haría en la madriguera de
un conejo, pero allí tan solo había documentos relacionados con la empresa,
gráficas diversas y nada que indicase que estaba detrás de todo aquello.
También paseó por su historial de navegación en internet, pero apenas lo
utilizaba, más que para consultas relacionadas con su posición de trabajo.
Un buen chico, sin duda alguna, claro que entendía por qué no había pensado
en él como el causante de aquella malévola broma, a las muestras se remitía, pero
alguna evidencia encontraría a lo largo del día, seguro. Su única aliada ahora
era la paciencia.
El día transcurrió normal, con el comportamiento habitual de Iván, y en una
ocasión el señor Carmona reclamó su presencia para preguntarle en una
conversación banal que se había sacado de la manga qué opinaba sobre la muerte.
Iván, sorprendido, simplemente respondió que a todos nos llega en algún
momento, y que para que cuando ese momento llegase, más valía uno estar en paz
consigo mismo.
Chico listo, y encima el muy ruin le había hecho cavilar de nuevo. ¿Estaba
él en paz consigo mismo? Sí, creía que sí. Debía ser que sí.
Volvió a su casa pasadas las nueve de la noche. El sol comenzaba a caer.
Finamente tuvo que dedicarse a cerrar todos los flancos que se había ido
dejando a lo largo del día. Mientras conducía se preguntó si así es como le
hubiese gustado pasar el último día antes de su muerte: trabajando. Y luego, al
tiempo que se saltaba un semáforo en ámbar, cayó en la cuenta de si lo que
pretendían realmente era asesinarlo. Rió mientras subía el volumen de la
música. Qué estupidez. ¿Quién iba a querer matarlo? No tenía deudas pendientes
con nadie. Estaba limpio. Absolutamente. Era un hombre justo, o eso creía.
Claro que había debido despedir a algún empleado, como en cualquier empresa, pero
no creía que eso fuese motivo para que alguien quisiera mandarlo al otro
barrio.
Durante la cena Sofía lo abordó a preguntas, como una metralleta desbocada,
pero ninguna respuesta fue la que a él le hubiese gustado ofrecer. Y esa noche
también se propuso hacer el amor con su esposa, sabedor de que no tenía ni idea
de qué iba a ocurrir al día siguiente, sin embargo, su pequeño soldado,
atenazado por la fecha inminente, se negó en rotundo.
Esa noche apenas pudo conciliar el sueño. Cuando a las seis sonó el
despertador casi acababa de dormirse, así que sabía que le esperaba un día
agotador, pudiendo pasar sin ningún tipo de apuros por un zombi. Le quedaban menos
de veinticuatro horas para saber la verdad y, al menos, pensar en ello le hacía
creer que la agonía no se prolongaría por mucho tiempo.
El día ha llegado, muchacho. Ya está aquí. Si algo ha de
ocurrir estate tranquilo. Vas a verlo como un espectador privilegiado, desde la
primera fila.
Cuando llegó a la oficina miró la valija con cierta esperanza, esperando
ver otra carta diciendo que había caído en la trampa como un niño inocente.
Pero en la valija no había nada. Contempló con mirada vidriosa, jugueteando con
el bolígrafo entre sus dedos temblorosos, a Iván, preguntándose cuándo se
dignaría a decirle que todo era mentira, una absurda broma para entablar un
cierto acercamiento entre jefe y empleado. Para qué tratar de mentirse a sí
mismo. Ese planteamiento era impensable, ya que lo único que Iván podría
conseguir era que cursara su finiquito de forma inminente.
Cerca de las diez de la mañana, cuando el señor Carmona iba por su cuarto
café, decidió que se estaba equivocando con Iván. No podía ser él. Durante ese
tiempo se había mostrado servicial, como siempre, y su forma de actuar no había
variado un ápice, como siempre. Creyó que había llegado el momento de la
aceptación, y asumir las consecuencias de haber respondido a esa carta era la
única salida que le quedaba. ¿Por qué lo habría hecho? No imaginaba que le
quedase tan poco tiempo, y luego pensó: ¿le habría quedado más tiempo de vida
si se hubiese limitado a no responder? El teléfono interno de su despacho sonó,
haciendo parpadear una pequeña luz roja, pero no lo cogió. Para esa pregunta
que ahora martirizaba su mente ya no tenía posibilidad de respuesta, y lo único
que podía hacer era esperar a que llegase la hora.
Pasó el día sin contratiempos, y cuando miró la hora de su reloj faltaban
15 minutos para las nueve. Había estado tan abstraído en sus quehaceres que no
se había dado cuenta. ¿Había comido? Sí, había pedido que le subieran un menú
al despacho. Miró por la cristalera, pero ya no quedaba nadie en la oficina, ni
siquiera Iván. Maldita sea, sentía una presión en el pecho. Suspiró
profundamente. No lo podía negar, estaba muerto de miedo. Un mensaje en el
móvil de Sofía le rogaba que regresara ya a casa. Y otro que por qué tardaba
tanto. Otro más que por qué no contestaba.
No tenía derecho a que Sofía se preocupara así por él, pero lo cierto es
que ni los había visto hasta ahora. Cogió el teléfono móvil y tecleó
rápidamente: voy, cariño.
Sin darse cuenta, mientras cerraba la oficina, las nueve de la noche se
habían cumplido. Sintió como si una serpiente se estuviese retorciendo en su
estómago. El ocaso se desplegaba por la ventana, abriendo paso a la oscuridad. Cogió
su maletín, apagó las luces de las oficinas y caminó hacia el ascensor. El
recorrido, antes de lo más normal, le resultó tortuoso y aterrador, sintiendo
como si algo lo observase agazapado en las sombras. Pulsó el botón de llamada desde
la botonera y el ascensor subió emitiendo un sonido sordo y robótico. Mientras
esperaba no apartó la vista de las oficinas, ahora sumidas en la negrura más
absoluta, y por un momento le pareció ver dos puntos pequeños y brillantes al
otro extremo.
Joder, ¿eso eran ojos? No, no pierdas la cabeza, es solo
tu maldita imaginación.
El ascensor llegó y las puertas se abrieron con un chirrido. Accedió al
interior y pulsó repetidamente el botón de la planta baja. Las puertas se
cerraron, a mitad camino se volvieron a abrir, y luego a cerrarse de nuevo.
Mataría al de mantenimiento, lo juró en sus pensamientos. Cuando comenzó el
descenso, el ascensor traqueteó, emitió un ronco chasquido y entre la segunda y
primera planta se detuvo con una sacudida. Decididamente, el tipo de
mantenimiento había dictado su sentencia de muerte. Su despoblada frente
comenzó a sudar. Las luces parpadearon, como si se tratase de un fallo
eléctrico, pero, ¿realmente se trataba de eso?, se preguntó mientras aporreaba
toda la botonera, y en ese momento se le ocurrió que quizá la muerte estaba
detrás de todo esto, que, de forma incognoscible, los cables de sujeción se
partirían en dos y el ascensor se precipitaría al vacío con su cuerpo dentro de
él, preparado para ser aplastado como un insecto insignificante. Papilla de Carmona, fresca y lista para
consumir.
Las cuatro paredes del ascensor parecieron plegarse sobre él y esa
sensación le oprimió el pecho. Su reflejo en el espejo mostraba un señor
Carmona al borde de la locura, con la cara desencajada por el terror, una
horrible mueca que ni siquiera él se hubiese reconocido a sí mismo si hubiese
reparado en ella.
Pidió auxilio a gritos, aunque sabía que era una estupidez, porque allí no
había nadie más que él. Y entonces recordó aquellos dos puntos brillantes
ocultos en la oscuridad de la oficina. Su corazón bombeó más rápido cuando se
imaginó a la muerte descolgándose por el hueco del ascensor y accediendo
lentamente al interior por el resquicio de las puertas metálicas, dispuesta a
cumplir su profecía. No, se dijo, la muerte no era así, simplemente ocurría,
como un proceso natural que cada uno de nosotros llevamos dentro.
Las luces permanecieron demasiado tiempo apagadas y, en su desesperación,
se acordó de Emilio. Tonto de él. El botón en la parte superior con el símbolo
de una campana servía para comunicarse directamente con la garita de
vigilancia. Cuando se precipitó sobre él, pulsarlo dejó de cobrar sentido. El
ascensor, por voluntad propia, se puso en marcha y siguió el descenso. Las
luces recobraron la vida, el señor Carmona se apoyó de espaldas contra el
espejo y, aferrando firmemente su maletín, dejó escapar el aire.
El ascensor llegó a la planta baja sin ningún percance más y el señor
Carmona lo abandonó corriendo todo lo rápido que sus piernas le permitieron,
mirando aterrado por encima de su hombro, lo justo para descubrir que el ascensor
no cerraba sus puertas sino que parecía observarlo, divertido después de haber
jugado de una forma tan íntima con él.
Abandonó el edificio y corrió a paso lento y fatigado hasta su coche,
atravesando el parking, resuelto a salir de allí cuanto antes. Solo cuando
entró en su Mercedes y pasó el seguro a las puertas se dio cuenta de que ya
había anochecido, y de que un par de focos de iluminación del parking estaban
fundidos, acrecentando la oscuridad. Soltó el maletín en el asiento del
copiloto y miró la hora en el panel. Marcaba las nueve y veinte. Esperó un rato
hasta recuperar la respiración y entonces se vio con fuerzas para recapacitar
sobre lo ocurrido. Por Dios, solo había sido un fallo eléctrico, aunque no
recordaba ningún precedente. Allí, sentado frente al volante, rió como lo haría
un desequilibrado, y trató de convencerse a sí mismo de que quizá había
exagerado las cosas, de que la sugestión le había ganado esa batalla. ¿Y
entonces por qué estaba tan asustado? ¿Por qué no cesaba de consultar la hora,
esperando que transcurriese el intervalo anunciado en la carta?
Arrancó el coche, condujo hasta la garita de entrada y salió de la empresa
levantando su mano a modo de saludo. Emilio hizo lo propio, mientras observaba
a través del ventanal el rostro demudado de su jefe.
Está bien, está bien. Solo debo conservar la calma y
llegar a casa. Allí estaré a salvo. No podrás conmigo, no podrás…
Mientras sus pensamientos, de forma involuntaria, volvían a situar a la
muerte en primera plana se detuvo en un semáforo, detrás de un Opel Corsa. Tamborileó
con sus dedos sobre el volante, ansioso por iniciar la marcha. Desde la parte
frontal del coche, daba la sensación de que ocho morcillas bailaban
frenéticamente a ritmo de samba. Era inevitable, y por mucho que tratara de
desviar sus pensamientos no podía deshacerse de esa sensación que le oprimía el
pecho, así que decidió poner la mente en blanco, pero no duró mucho. Cuando el
semáforo se puso en verde solo deseaba que si tenía que morir esa noche, al
menos fuese sin dolor. Porque no lo soportaría, de ninguna manera.
Giró a la derecha por la avenida principal hacia el norte, que
inexplicablemente se encontraba libre de tráfico, y aceleró sobrepasando el
límite de velocidad.
Pese al aire acondicionado del coche su frente sudaba y, aunque no era
consciente de ello, su mirada iba dirigida una y otra vez al retrovisor
interior, esperando ver una sombra uniforme seguirle los pasos. Su propio
subconsciente se encargaba de decirle que eso era imposible y que prestara más
atención a la carretera.
Cuando llegó al cruce con la avenida de Las palmeras sus ojos seguían
empecinados en escudriñar el espejo retrovisor. Fue un largo y prolongado
pitido el que los devolvió al frente, en el momento preciso en que un
todoterreno se cruzaba por delante de él a gran velocidad. El estómago del
señor Carmona se volvió del revés e instintivamente dio un volantazo al mismo
tiempo que pisaba el freno, lo que hizo que el Mercedes girara sobre sí mismo
un par de vueltas hasta quedar detenido, de una forma tan brusca que todo el
cuerpo del señor Carmona se habría precipitado contra la parte frontal de no
ser por el violento tirón del cinturón de seguridad. Aturdido, levantó la
cabeza como si hubiese sido accionada por una telaraña invisible y vislumbró el
todoterreno alejarse sin detener la marcha, con el brazo del conductor asomando
por la ventanilla realizando enérgicos aspavientos. Desconcertado, detuvo un
momento su mente y, cuando la volvió a poner en marcha, dedujo que debía de
haberse saltado un semáforo en rojo. Una imprudencia que había estado a punto
de costarle la vida.
Sacó una aterradora conclusión mientras a baja velocidad reconducía el
coche hacia la avenida principal: había sido objeto de dos avisos, y eso
significaba definitivamente que el contenido de aquella carta era real. Cuando
su mente lo asimiló la presión en su pecho aumentó, tanto que le costaba
respirar. Volvió a consultar la hora, como el reo que espera el minuto exacto
de su ejecución. Faltaban veinticinco minutos para las diez. No había lugar
para la duda. La muerte lo buscaba, quería cumplir su profecía y arrancarlo de
este mundo, pero no se lo pondría fácil. No mientras todavía estuviese vivo. Se
propuso llegar hasta casa conduciendo con extrema precaución, alerta en cada
cruce, a velocidad senil durante todo el recorrido.
Sin embargo la presión en el pecho era preocupante. Pensó en la fría mano
de la muerte oprimiendo su corazón, al igual que un neurótico prensaría una
pelota antiestrés. No era un infarto, se dijo. No, solo es un ataque de
ansiedad. Había sufrido varios en su vida, y sabía cómo funcionaban. Pero, ¿y
si se equivocaba bajo esas circunstancias? Se encontraba a menos de cinco
minutos de casa. Lo único que debía hacer era llegar, subir a la primera planta
y tumbarse en la cama para tranquilizarse, esperando que las diez de la noche
se cumplieran. Entonces habría ganado, ¿no era cierto?
Tardó más de lo esperado en llegar a casa debido a la escasa velocidad a la
que se desplazaba, pero al menos no había sufrido ningún accidente más. Por
otro lado, la presión en su pecho era demencial. Abrió la puerta de la cancela,
introdujo con dificultad el Mercedes en la plaza de garaje y pensó en la cara
de terror que mostraría Sofía cuando lo viese en ese estado.
El señor Carmona no se equivocó. Sofía, en cuanto escuchó abrirse la puerta
principal, bajó las escaleras hasta el garaje para esperarlo. En su fuero
interno deseaba que volviese de una pieza, y su deseo se cumplió, pero solo a
medias.
—¡Dios mío! ¿Qué te pasa cariño?
Sofía corrió hasta el coche y abrió la puerta. El señor Carmona apenas
podía moverse, y cuando lo hacía era con movimientos lentos y dolorosos. Sofía
lo ayudó a bajarse del coche.
—No pasa nada cariño —trató de tranquilizarla, porque sabía que no era un
infarto. No, no lo era, ahora estaba seguro, y no pensaba morir así—. Creo que
tengo un ataque de ansiedad. Ayúdame a llegar a la cama, se me pasará. Solo
quiero… que pasen las diez de la noche. Solo eso.
—Estás temblando, cielo. ¿Qué te ha pasado?
Sofía estaba asustada, lo sentía en su voz, y eso no lo ayudaba en
absoluto.
—Te lo contaré, pero ahora no. Llévame a la cama, por favor. Necesito
calmarme.
Para Sofía, subir las escaleras hasta la planta principal fue lo más
dificultoso, ya que eran más estrechas que las del resto de la casa. Cruzar el
salón con el señor Carmona apoyado sobre sus hombros no fue fácil, y ascender
las escaleras principales hasta el dormitorio fue un auténtico calvario. Por un
momento creyó que su marido se desplomaría y caería rodando por ellas, incapaz
de sujetarlo.
Pero no ocurrió así, y finalmente pudo dejarlo caer sobre la cama de
matrimonio.
—Hemos llegado, cariño, hemos llegado. Déjame que te quite los zapatos.
Sofía se apresuró en descalzarlo y luego desabrochó los botones de su
camisa.
—¿Qué hora es? Dime la hora, por favor.
—Diez minutos para las diez. Pero por favor, dime algo. ¿Qué ha pasado?
¿Por qué estás tan asustado? Escúchame: no hagas caso de esa carta. No puede
ser verdad, solo es una broma pesada, ya lo hablamos. ¿Me oyes? No hagas caso.
El señor Carmona, con los ojos cerrados y un cierto indicio de paz en su
expresión respondió:
—No, Sofía, no. Es verdad. Todo es verdad.
Fue lo último que dijo. Luego se quedó dormido.
El despertador, como cada día, se puso en marcha a las seis de la mañana. El
señor Carmona, adormecido todavía, entreabrió los ojos y encendió la luz de la
lamparita de noche. Cuando su mente se deshizo de la bruma del sueño su corazón
dio un vuelco, pero esta vez de felicidad. Sus manos, de forma inconsciente,
palparon su pecho, sus piernas, su cabeza.
Te he vencido, cabrona. No has podido conmigo, ¿vedad?
Sigo vivo. ¡Sigo vivo!
Por los clavos de Cristo, se sentía bien. Ya no le dolía el pecho, y las
nauseas habían desaparecido. Ni siquiera había rastro de una horrible jaqueca,
como había sucedido en sus últimos ataques de ansiedad. Pero era más que eso,
algo mucho más significativo: se sentía vivo. Había superado las diez de la
noche y, aunque la muerte había disfrutado de varias oportunidades, seguía
aquí, con toda la vida por delante.
De pronto, algo situado sobre la cómoda frente a la cama llamó su atención,
pero no era alarmante. Simplemente estaba allí, como todos los días. Era su
maletín, solo que no recordaba haberlo cogido anoche del coche cuando Sofía le
ayudó a salir. No había más misterio, pensó. Sofía bajaría a por él y lo
colocaría donde él siempre lo hacía.
Su mujer dormía al otro lado de la cama, sentía el peso sobre el colchón. ¿Qué
habría sido de él sin su ayuda, sin su apoyo? Se dio la vuelta con la intención
de despertarla, porque necesitaba decirle que la quería, no sabía el motivo,
pero el deseo de expresar ese sentimiento era demasiado poderoso.
Cuando lo hizo, el abismo se cerró comprimiendo su mente, obligándolo a
lanzar un grito de terror que tronó en la habitación. Sofía yacía en la cama
bocarriba, con los ojos vacuos mirando hacia el techo y la boca abierta y
desencajada, como si hubiese tratado de decir algo justo antes de su muerte. La
sábana que la cubría hasta el cuello ya no era blanca. Ahora estaba impregnada
de un rojo apagado, como si la sangre hubiese brotado sin control de su cuerpo
desde hacía varias horas.
El señor Carmona, sin capacidad de reacción, se encogió sobre el colchón y
solo pudo extender su mano para retirar la sábana. Su rostro ya no era el suyo,
era un rostro deformado por el horror, con unas facciones de terror tan
pronunciadas que daba la sensación de llevar una máscara adherida a su piel.
Cuando descubrió el cadáver, el abrecartas que un día Sofía le regaló y que
debía de estar en la oficina, resplandecía a la luz de la bombilla, clavado en
su pecho, justo en el corazón. Gran parte de él estaba bañado en sangre reseca.
Entonces el señor Carmona gritó, siguió gritando y retrocedió en la cama hasta
caer por el borde. En el suelo, desesperado, lloró y siguió gritando. Más
tarde, supo que en algún momento debió marcar el número de emergencias.
Tres horas después, mientras dos policías nacionales le ayudaban sujetándolo
por los brazos a bajar las escaleras de su casa, con las manos esposadas a la
espalda, el señor Carmona supo una cosa a ciencia cierta: la muerte siempre
gana, cueste lo que cueste, y no, no es un proceso natural. Está viva, muy
viva, la muerte vive, la muerte vive, la muerte vive... Y mientras lo pensaba, con
la mirada perdida en ningún lugar, una sonrisa nació en sus labios.
FIN
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